Desde su primera edición en 1818, la novela continúa develando las tensiones y dilemas de una época en plena transformación. La vida y la muerte, la superstición y la ciencia, son los ejes que una joven Mary Shelley expuso con maestría para explorar lo mejor y lo peor de la condición humana.
1816, el año sin verano. Así fue conocido en casi todo el hemisferio norte, debido a las extremas erupciones del monte Tambora y las bajas temperaturas registradas que hicieron tambalear el clima de la época. Con un cielo prácticamente cubierto y trágicas consecuencias en las cosechas europeas y norteamericanas, los espacios quedaron desolados, no había niños jugando en las calles, ni gente en los mercados. El tiempo se había detenido y había que ser creativo. En Ginebra, en la casa de Lord Byron, el escritor inglés le propuso a unos amigos de su círculo intelectual –que habían llegado de visita– un desafío literario para pasar el rato: escribir la historia de fantasmas más escalofriante. Durante varios días, los visitantes cumplieron la consigna como un simple juego. Lo que no advirtieron es que entre esas historias, estaba la que se convertiría en una de las obras más celebradas de la literatura universal: Frankenstein. "Me dediqué a pensar en una historia, una historia que rivalizara con las que nos habían entusiasmado con esta tarea. Una que hablara sobre los miedos misteriosos de nuestra naturaleza y despertara un horror emocionante, una que hiciera que el lector temiera mirar a su alrededor, que helara la sangre y acelerara los latidos del corazón. Si no lograba esto, mi historia de fantasmas sería indigna de su nombre", expresó su autora, Mary Shelley, quien en ese momento tenía 18 años de edad y había llegado con su marido, el escritor Percy Shelley. No había dudas de que Mary fue quien ganó el desafío.
A poco más de 200 años de su primera edición, Frankenstein continúa demostrando que las barreras del tiempo, de las lenguas o modas literarias no impidieron el gran sueño de autor: convertirse en un clásico de clásicos.
Nacida en Londres en 1797, Mary Shelley ganó una fama extraordinaria cuando ser mujer y escritora de ese tipo de historias en la Inglaterra victoriana era una absoluta rareza. Aún así, logró cautivar con una narración lúgubre y macabra, que exploró lo mejor y lo peor de la condición humana de su tiempo. La vida y la muerte, el dolor y la culpa, la fe y la ciencia, son los ejes que recorren la obra. Pero ¿qué hizo que una mujer del siglo XIX, cuando una fuerte moral atravesaba todos los ámbitos sociales, haya decidido publicarla? O, como preguntaban algunos de sus contemporáneos, “¿por qué una joven muchacha escribió una historia tan espantosa?”.
Dicen que toda obra de arte es una síntesis de las anteriores, que cada una está inmersa en una gran red de creaciones donde ninguna nace de la nada. Frankenstein no escapó del contexto histórico y literario de la época, cuando las tensiones entre innovación y superstición eran parte la cosmovisión del momento. Enmarcado dentro del género gótico, el libro cuenta la historia del doctor Víctor Frankenstein, quien llevó adelante el increíble experimento de crear vida. Al juntar varias partes de distintos cadáveres humanos, construyó un ser monstruoso a quien, con descargas eléctricas y como si se tratara de un dios, le regaló la oportunidad de vivir. Horrorizado, el científico se escapa de su propia creación; y el monstruo sin nombre comienza a sembrar el terror hasta encontrarlo. La trama se vuelve una extensa cacería.
La obra, además, lleva una suerte de subtítulo que conviene tener en cuenta: “el Prometeo moderno”. Y es que la literatura romántica del siglo XIX tomó muchas veces este mito griego, el cual narra la hazaña del titán Prometeo, quien robó el fuego de los dioses para entregárselo a los humanos; y con él, sabiduría y poder. Como castigo, los dioses lo ataron a una piedra para ser devorado por los cuervos. Percy Shelley también se inspiró en este mito para una de sus obras: Prometeo liberado (1820), un drama lírico que él mismo lo consideraba su mejor poema. De alguna manera, Mary trató de exponer las emociones y sensaciones de incertidumbre y pavor, por medio de las diferencias que conlleva el progreso, el pasaje de las concepciones culturales antiguas hacia las modernas. Como dijeron algunos críticos, durante el periodo decimonónico el terror no estaba en lo sobrenatural, sino en la ciencia y en lo que esta pudiera crear. Algo así como los actuales detractores de la inteligencia artificial del siglo XXI.
Sin embargo, además de las múltiples obras que pudieron inspirar e influenciar Frankenstein, su íntima génesis también se encuentra en la propia historia de Mary Shelley. Fue la hija del filósofo William Godwin y de la escritora y feminista Mary Wollstonecraft: muy celebrados en vida. Incluso, la obra Vindicación de los derechos de la mujer (1792) fue uno de los libros cumbre del feminismo en el siglo XIX. Pero la pequeña Mary nunca conoció a su madre. Su muerte, a pocos días de haber nacido, la afectó hasta final de sus días. Sus propios embarazos también fueron trágicos: solo logró sobrevivir un hijo de los cinco que concibió. Muchos concuerdan en que Frankenstein es una gran metáfora que aborda el nacimiento como algo creativo y destructivo a la vez, una tensión entre luz y oscuridad donde Mary Shelley exploró los rincones más crudos de la vida.
Una vida de novela (de terror)
“No es extraño que siendo la hija de dos personas que han alcanzado la celebridad literaria, haya tenido desde muy pequeña deseos de escribir”, dijo Mary Shelley en la introducción de la tercera edición de Frankenstein de 1831 –la primera que se publicó con su nombre; las dos anteriores fueron anónimas–. Sin tener una educación formal, vivió rodeada de libros y pensadores que se juntaban en su casa para diferentes tertulias. La formación y obras de sus padres fueron una enorme influencia para su carrera. Mary no solo escribió aquella historia que la catapultó al escenario mundial de las letras, sino otras que también contaron con una buena recepción, como Mathilda; Valperga; El último hombre; Lodore, y Falkner, en las que incorporaba muchos elementos autobiográficos, como la relación con su padre. También abordó temáticas feministas –herencia intelectual de su madre– con las que expuso el rol de la mujer en la sociedad inglesa. Escribía cuentos, poesías, ensayos y otros textos que llegaban por encargo. Definió con profesionalismo y dedicación la figura de la escritora profesional, convirtiéndose en una redactora todo terreno que escribió para vivir y vivió para escribir.
Durante una de aquellas tertulias, Mary conoció a Percy Shelley, un seguidor de las ideas de su padre. Ella compartía su ideología y estilo de vida. Y mientras Percy, quien pertenecía a una familia acaudalada, se alejaba cada vez de los compromisos y negocios de su apellido –a favor de ideas revolucionarias y de justicia social–, se acercaba más a Mary de una forma íntima y personal. Percy estaba casado con otra joven y ya tenía dos hijos, por eso William Godwin nunca aprobó la unión con su hija. Sin embargo, Mary estaba enamorada. Se encontraban en secreto, se escapaban. Mary, con 16 años, nunca dejó a su futuro marido.
Shelley fue uno de los principales escritores del Romanticismo inglés –junto con Lord Byron, Walter Scott, William Wordsworth, William Blake, entre tantos otros–. Sus obras –entre ellas, la tragedia Los Cenci (1819); poemas de Oda al viento del Oeste, Oda a una alondra, La mimosa o la Oda a Nápoles; la elegía Adonais (1821), inspirada en la muerte del poeta John Keats, el tratado La defensa de la poesía (1821)– obra está construida por un evidente idealismo y una fuerte esperanza en el futuro del mundo. Pero también hay muchas pinceladas llenas de melancolía y amargura sobre la propia existencia, la naturaleza humana y la moral de su presente. Sus ideas espantaban a los ingleses más conservadores; era el ideal del poeta romántico. No era extraño que sus relaciones amorosas fueran abiertas en oposición a la institución del matrimonio. De hecho, le pidió a su primera esposa que lo acompañara, junto con su nueva conquista amorosa, en sus viajes por Italia.
“El martes, una mujer respetable, en un avanzado estado de embarazo, fue sacada del río Serpentine y llevada a su residencia en la calle Queen, Brompton, después de haber desaparecido durante casi seis semanas. Tenía un valioso anillo en el dedo. Por la falta de honor en su conducta que se supone ha dado lugar a esta catástrofe fatal, su marido debe estar en el extranjero”, decía una nota del diario The London Times, el 12 de diciembre de 1816. Luego se supo que el cuerpo era de Harriet Westbrook, la mujer de Percy, quien se había quitado la vida. Llevaba más de un mes desaparecida. Harriet, si bien no quería perder a su marido, nunca estuvo cómoda con el estilo poco convencional que Percy tenía para relacionarse con las mujeres. No estaba dispuesta a compartir y, desde entonces, el rechazo y la soledad fueron sus fantasmas. Puso fin a su calvario y nunca se supo quién era el padre del hijo que esperaba. Y la gente hablaba. Muchos hicieron responsable a Mary por su muerte. Hasta Mark Twain le dedicó unas líneas en su ensayo En defensa de Harriet Shelley. Percy no era menos culpable: donde iba la pareja, el resto murmuraba, se alejaba. Los asiduos viajes callaban esas voces, pero la condena social pesaba.
“El cementerio, con la tumba sagrada, fue el primer sitio donde el amor brilló en tus ojos. Nos encontraremos de nuevo (...). Un día vamos a unirnos”, escribió Mary en su diario diez años después de la muerte de Percy. El cementerio de Saint Pancras es donde habían enterrado a su madre: un lugar que Mary visitaba casi siempre para leer los libros de sus padres, escribir, pasear, y donde se encontraba en secreto con Percy. No era raro. Este tipo de escenarios era típico del paisaje victoriano, sobre todo cuando los familiares que habían perdido a sus seres querido debían custodiar las fosas para no ser víctimas de ladrones de tumbas, quienes negociaban con los cuerpos: un tesoro para los médicos hambrientos de conocimiento. Los límites de la medicina del siglo XIX dependían del acceso a esos cadáveres.
Con unas páginas de Adonais, Mary Shelley envolvió el corazón de su marido como si se tratara de una reliquia, luego de haberse ahogado en uno de sus tantos viajes por las ciudades italianas, cuando una tormenta destruyó la embarcación. También lo hizo con otras partes de sus hijos que no llegaron a la adultez, como un puñado de cabellos, pañuelos, pertenencias. Mary las conservó desde entonces y fueron estas posesiones las que continuaron viajando con ella, transformando la parte por un todo siempre vivo, en un presente sin olvido.
Estos detalles biográficos pueden sintetizar el espíritu poético que Mary Shelley imprimió en muchas de sus obras y por supuesto –sobre todo– en Frankenstein, quizá una de las mejores historias góticas de todos los tiempos.
Del papel a la pantalla
Más allá de la enorme popularidad y prestigio que ganó el libro –y sus múltiples representaciones en teatro–, su paso a la pantalla grande perpetuó aún más la fama y el talento de Mary Shelley. Hasta hoy, hay más de 90 películas en diferentes idiomas: desde el cortometraje mudo del norteamericano James Searle Dawley, que llevó al monstruo de Frankenstein por primera vez al cine en 1910, hasta la versión protagonizada por James McAvoy y el actor que interpretó a Harry Potter, Daniel Radcliffe, en 2015.
Cada época conoció una versión de la historia de Shelley, con un lenguaje audiovisual que también iba evolucionando. Una de las más importantes fue la película dirigida por James Whale, en 1931. Adaptación de la obra de teatro de Peggy Webling, logró el aplauso de la crítica cinematográfica de los años 30. Whale aprovechó el éxito para filmar una continuación: La novia de Frankenstein (1935). Casi veinte años después, el británico Terence Fisher llevó al cine La maldición de Frankenstein: la primera película a color de la compañía Hammer Productions y la primera pieza audiovisual de las siete que produjo sobre el monstruo de Mary Shelley. En los noventa, Robert De Niro se puso en la piel de la criatura sin nombre para protagonizar la película del director Kenneth Branagh, con guion del multipremiado Francis Ford Coppola: Frankenstein de Mary Shelley.
Por su parte, la televisión no se quedó atrás. A partir de la década del 50, hubo distintas producciones como Cuentos del mañana y Cuentos de Frankenstein. En los 60, una de las más exitosas fue la serie Los Munsters, donde Herman Munster era la criatura de Víctor Frankenstein, y el protagonista y padre de familia. El programa contó con 70 episodios emitidos con altísimos índices de audiencia. Los locos Adams también fue una serie con gran éxito. Allí, Largo era el mayordomo con una clara referencia al monstruo de Shelley. Más recientemente, para los fanáticos de Netflix, en 2014 se estrenó Penny Dreadful: un buena oportunidad para encontrarse con los clásicos personajes de la literatura victoriana. Entre ellos, Drácula, licántropos, Dorian Gray y, por supuesto, el doctor Frankenstein y su creación. Y, el año pasado, Las crónicas de Frankenstein: en el Londres de 1827, la serie cuenta la historia de un detective que investiga la muerte de víctimas que fueron desmembradas, pero la verdad parece ser mucho más terrible de lo que se cree.
200 años después de la publicación de la obra de Mary Shelley, el público sigue disfrutando, descubriendo y conociendo esta historia que cada vez gana más seguidores. Mary no solo logró crear un monstruo ficticio que asustó a más de una generación y abrir una puerta a las mujeres que querían dedicarse a escribir; sino, sobre todo, un tipo de literatura que –explorando los dilemas de una época en plena transformación– forjó un camino hacia lo más hondo del corazón humano.
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MARY SHELLEY BÁSICO
Nació en Somers Town, Londres, en 1797. Su verdadero nombre era Mary Wollstonecraft Godwin. Escribió literatura, teatro, ensayo, biografía y textos sobre filosofía. En 1818 publicó su obra magna, Frankenstein o el Prometeo moderno. Como su madre, fue una librepensadora y defensora de los derechos de la mujer. Casada con el poeta Percy Shelley, tuvo cuatro hijos y quedó viuda a los 25 años. Es autora, además, de obras como Mathilda; Valperga; El último hombre; Lodore, y Falkner. Falleció el 1 de febrero de 1851, a los 53 años.