La ciencia despierta en la Argentina un interés cada vez mayor, como demuestran los éxitos editoriales que produjo en los últimos años, el espacio que ganó en los medios y la masiva convocatoria de las muestras que protagoniza. Parte de este fenómeno se debe a Diego Golombek. Biólogo, docente universitario, autor de una vasta obra de divulgación científica –e incluso una novela–, conductor de televisión y director de teatro, ha sabido poner sus múltiples talentos al servicio de una tarea nada sencilla: contar la ciencia de manera divertida, sin renunciar al rigor.
¿Podrías explicarnos a qué te dedicás como científico?
Soy biólogo, investigador del CONICET, y actualmente dirijo en la Universidad Nacional de Quilmes el laboratorio de Cronobiología, una rama de las neurociencias. El ser humano tiene un pedacito del cerebro que mide el tiempo y le dice al cuerpo qué hora es. Lo llamamos reloj biológico. Nosotros estudiamos cómo funciona ese reloj, cómo se pone en hora y qué pasa cuando anda mal, qué pasa cuando no marca la hora adecuada y cuando vos forzás tu horario para hacer cosas que exigen a ese reloj más de aquello para lo que está preparado. Y lo hacemos en modelos animales, en algunos casos en humanos, con distintas técnicas biológicas, de comportamiento, biología molecular, etcétera.
¿Cuán misterioso es hoy el cerebro humano?
Sigue siendo, para maravilla nuestra, muy misterioso. En las últimas décadas avanzamos tremendamente en su conocimiento. Tenemos técnicas que jamás habíamos imaginado que íbamos a tener para estudiarlo. Hoy podemos ver el cerebro desde afuera, por ejemplo, y saber qué parte está activa y cuál no (antes esto era imposible; había que abrir el cráneo del paciente –o de la rata– y sacar un cacho de cerebro). También han aportado mucho la biología molecular y la genética. Sin embargo, una buena pregunta científica es aquella que no se agota con una respuesta, sino que abre nuevas preguntas, cada vez más difíciles. Es decir que cuanto más nos vamos adentrando, más lejos va quedando la zanahoria… ¡Por suerte! Eso es lo que me parece absolutamente fascinante: poder ir siempre corriendo tu meta para ver que es aún más maravilloso de lo que suponías antes. Sabemos mucho; queda muchísimo por saber.
¿Das clases en la universidad? ¿Cómo se concilia esa tarea con la del laboratorio?
Sí, soy profesor titular de la Universidad Nacional de Quilmes. Doy Fisiología y Farmacología. La docencia es parte del trabajo del científico. Idealmente, frente a alumnos, en clases teóricas o prácticas. Pero uno también es docente si va formando discípulos. Yo creo que no terminás de ser un buen científico si en algún momento no compartís tu experiencia con alumnos o con discípulos. Y lo mismo pasa en sentido contrario. En materia científica, un buen docente es aquel que hace ciencia, a diferencia de otras ramas más profesionalistas donde uno puede ser un excelente docente sin dedicarse a la disciplina que está dictando. La clave de que, en términos generales, estemos formando muy bien a los chicos en ciencias es que sus profesores son científicos activos. Y eso se nota cuando dan clases, porque están actualizados, porque conocen la práctica…
¿Te conforma la palabra divulgador para definir lo que hacés?
No, en absoluto. Las palabras no son inocentes. Cuando uno describe qué es lo que hace, lo describe de una forma necesariamente ideologizada. Hay diferentes formas de contar lo que uno hace. En particular con el aspecto de contar la ciencia, las palabras que usamos encierran una teoría y encierran una intención. La palabra divulgación, que es la que más se usa en castellano, deriva de vulgo, con lo que termina significando hablar al pueblo, al populacho, a la gilada. Y eso es lo que en términos de la teoría de la comunicación científica se denomina “modelo de déficit”. Se habla de déficit porque arriba están los científicos, que saben de qué se trata, y abajo el pueblo. Así aparecen metáforas como “bajar” o “traducir”, que tienden a señalar que hay algo arriba y algo abajo. Y lo mismo pasa con popularización: no es el vulgo, pero es el popolo, el pueblo. Y es igualmente un modelo de déficit.
Por supuesto, con esto no planteo cambiar el léxico. Cuando vos decís divulgación, todo el mundo sabe de qué estás hablando. Pero para los que trabajamos en esto, tener una idea de qué estamos diciendo al usar la palabra divulgación es mucho más importante. Si yo pudiera elegir, seguramente elegiría la palabra comunicación, porque la raíz es comunicare, una raíz latina que significa “poner en común”. Y ahí no hay un modelo de déficit, sino que hay distintos saberes que se comparten. Y es interesante que todas estas palabras, comunicar, divulgar, popularizar, nos muestran cómo en la cultura latina hablamos de esto que es contar la ciencia: siempre desde el emisor. En el mudo anglosajón, es exactamente al revés. Se habla de “comprensión pública de la ciencia” (Public Understanding of Science). Se invierte la fórmula y la carga está puesta en la comprensión: lo importante es lo que recibe alguien a partir de ese discurso.
¿En las Ciencias Naturales se da el enfrentamiento que se observa en otras disciplinas entre el mundo académico y el de la comunicación?
La respuesta amplia es sí. Históricamente, contar la ciencia fue considerado por los científicos como una pérdida de tiempo. Y era así incluso para nuestros próceres de la ciencia: un Houssay, un Leloir, no consideraban que la comunicación fuera parte de las tareas de un científico. De hecho esto se refleja en los mecanismos de evaluación de los científicos. Si observamos cómo se evaluaba a los científicos hasta hace algunos años y qué lugar había para sus actividades de difusión, este era inexistente o mínimo. Y uno no pretende, obviamente, que evalúen exclusivamente por eso, pero sí que haya un lugar en tus informes donde puedas decir: “di una charla en una escuela, di una nota, participé en un programa de tele, o escribí un libro de divulgación”. Lo bueno es que últimamente esto está cambiando. Están cambiando las cuatro patas que tienen que ver con contar la ciencia: los científicos están más conscientes de que contar lo que hacen es parte de su trabajo.
También se han profesionalizado los periodistas científicos.
Es cierto. Antes cualquiera contaba historias de ciencia. Hoy no y hasta hay una Red Argentina de Periodismo Científico, que junta a los que se dedican a esto. Por otro lado, el público también cambió: la gente es consciente de que la ciencia forma parte, en alguna medida, de su vida cotidiana y tiene que conocerla. El cambio llegó incluso a la pata institucional de la comunicación de ciencias. Los estados se dan cuenta de que es necesario comunicar, porque están haciendo una inversión que depende de los impuestos, y hay que contar por qué estamos invirtiendo en ciencia y tecnología, cuáles son los beneficios de aumentar el conocimiento.
En la historia de la ciencia, ¿qué grandes científicos han sido también comunicadores de sus ideas?
Galileo se destaca por dos motivos. El primero es que escribió en italiano y no sólo en latín, para que la gente lo pueda leer y lo haga apasionadamente. El otro es el uso de un formato literario. Los Diálogos de Galileo son eso, diálogos entre personajes. Uno de los personajes, por ejemplo, se llama Simplicio. Es Simplicio, el simple, el que no entiende, el que pide que se lo expliquen de nuevo… Por lo tanto, utiliza un formato necesariamente dirigido a las masas. Y le fue bien con eso, por lo menos hasta cierto punto.
También Faraday, Lavoisier, Darwin y otros grandes científicos se hicieron un tiempo para contar y fascinar a la gente con sus experiencias. De todos modos, creo que los grandes maestros de la divulgación son del siglo XX. Hay una escuela soviética de divulgación muy interesante y hay una época de oro de la divulgación, que aparece a mediados de los 50 como consecuencia de la Guerra Fría, porque Estados Unidos e Inglaterra tienen que promover las carreras científicas y tecnológicas de manera muy fuerte. Entonces deciden apoyar la difusión de las ciencias y aparecen los Asimov, los Sagan y, un poco más adelante, los Richard Dawkins. Tipos que sentaron un precedente sobre cómo contar ciencias de manera elegante, entretenida, divertida y no poco rigurosa. En términos más guevaristas sería: “hay que endurecerse, pero sin perder la ternura jamás”. Es decir, hay que contar la ciencia, pero sin perder la ficción, el humor; los recursos que te permiten un libro, la tele o la radio para contarla.
En tu escritura se observan mucho esos recursos. ¿Hay algún referente en particular para vos en cuanto a la escritura?
La escuela anglosajona, particularmente la inglesa, es insuperable en este sentido, porque sin perder el rigor esos autores tienen una elegancia, un humor y una delicadeza que los hace brillantes. Hay revistas científicas inglesas como New scientist, que son escuelas de cómo contar esto. Hace un rato hablábamos de Richard Dawkins. También podemos mencionar a Oliver Sacks, quien cuenta la neurología como no lo ha hecho nadie. Hay una cantidad de divulgadores que son fascinantes en esto de contar rigurosamente pero de manera entretenida. Además, aprovechando el formato: cuando uno hace un libro de divulgación científica, en general te acordás de la ciencia, te acordás de los datos, pero te olvidás del libro, del formato. Te olvidás de que lo que estas escribiendo es un libro, y un libro se escribe para que la gente lo lea. Y finalmente es un género literario. Uno tiene que hacer literatura y buscar que la gente esté leyendo esto en el subte y se pase de estación porque está leyendo apasionadamente. Lo mismo pasa cuando hacés un programa de tele: te acordás de la ciencia y te olvidas de la tele, con todo lo que la tele tiene para ofrecer. El equilibrio es basarse en la ciencia y una vez que está asegurado lo que estás contando, hay que despreocuparse. Ya el rigor lo tenés asegurado; ahora, ¿cómo lo cuento?
¿Eras lector de revistas? Te pregunto porque en tu estilo se nota cierta influencia de la prensa gráfica, sobre todo de los 80…
Sí, totalmente. Era el auge de las revistas subterráneas, unas revistas que se publicaban cuándo y cómo se podía, y había toda una cultura de eso. También leía muchas revistas musicales (Expreso imaginario, Pelo, todas esas). Y revistas literarias: llegué a leer algunos de los últimos números de El ornitorrinco, era muy fan de una revista que dirigía Sergio Olguín y se llamaba V de Vian, una revista cultural fascinante. Me encantaba ese mundo. Y si bien no leía revistas deportivas fui editor junto a Eduardo Berti, hoy un gran escritor, de la famosa revista Sporting, que se hacía en mimeógrafo y tiraba aproximadamente veinte ejemplares por número.
¿Fuiste cronista deportivo?
Algo así. Yo contesté un aviso del Buenos Aires Herald cuando tenía quince años, que era para ser cronista deportivo. Yo no era un niño particularmente deportista, ni al que le interesara demasiado, pero estar en el diario a los quince era tocar el cielo con las manos. Me mandaban a cualquier lado, me hacían cubrir una cosa que se llama Criket, que es una porquería que dura tres días, con unas reglas imposibles y que se jugaba en lugares muy lejanos… pero la cosa era volver después a la redacción, escribir una nota, dársela a tu jefe y ver ahí los cables que llegaban en los teletipos y a los monstruos del periodismo que trabajaban ahí.
Por si esto no bastase, fuiste director de teatro, publicaste una novela y un libro de cuentos. ¿Cómo te sentís cuando escribís ficción y te falta ese lugar seguro de lo que te toca transmitir cuando hacés comunicación de las ciencias?
En principio, no es tan seguro el lugar de la comunicación científica: tenés los datos, pero cómo contarlos resulta un tema más difícil. Claro que, si comparamos, la ficción es una pileta; uno no sabe a dónde va. Al menos en un comienzo. Con tiempo y oficio, que no es tanto mi caso, se termina sabiendo. Yo no le creo nada a Julio Cortázar cuando dice (imita, muy bien, la voz del escritor): “yo me siento a escribir y no sé qué va a pasar”. ¡Mentira! Vos lees sus cuentos y el tipo sabe perfectamente cómo termina, el medio, todo… Pero la ficción da algo de vértigo, sin dudas. En mi caso particular son dos mundos escindidos. No escribo ciencia ficción, ni una literatura que se base en la ciencia necesariamente. Tienen cosas en común, tienen una rutina, un prueba y error, un corregir, un planeamiento o un diseño experimental… Pero en el resto va cada uno por su lado.
Volviendo a los recursos, uno que se destaca en tus textos es la cita literaria o cinematográfica.
Ahí entran los gustos personales también. Si vos me preguntás por qué hice una carrera científica, la respuesta es que no lo sé. Aparecí de pronto en biología cuando mis inclinaciones eran humanísticas, venían por otro lado. Yo trabajaba en periodismo desde los quince años, escribía, hacía música, hacía teatro… Me metí en ciencia y no entendía nada, hasta que de pronto algo me hizo un click y me empezó a fascinar. Y con el tiempo, esta visión particular de contar la ciencia es lo que me permite juntar los dos mundos
Sobre las neuronas de Dios
En Las neuronas de Dios, tomaste el gran desafío de hablar de ciencia y religión sin hacer un texto de trinchera. ¿Estás conforme con el resultado?
Estoy muy contento y sorprendido. Efectivamente ese fue el objetivo, con el riesgo de que no se entienda de esa manera. Yo quería cambiar la preposición: dejar de hablar de “ciencia versus religión” y hablar de “ciencia de la religión”. Me parece fascinante poder entender científicamente qué le pasa a un cerebro que es espiritual, que tiene una visión mística. Uno puede desdeñar algo, decir que el que dice que vió a la Virgen es porque se tomó algo… ¡pero la ve! Una persona ve a la Virgen, habla con dios o siente un estado de conciencia diferente cuando medita. Uno no puede decir que eso es falso; es lo que le pasa a esa persona, ergo lo que le pasa a ese cerebro. Yo quería explicar qué dice la ciencia sobre lo que sucede a ese cerebro en tales situaciones.
¿Tuviste alguna respuesta que te haya sorprendido?
La respuesta ha sido muy buena, porque personas religiosas no se han sentido interpeladas. Hoy es muy común el enfrentamiento, y que la ciencia vaya con la antorcha del conocimiento a decir: “¡Eh, manga de nabos, esta es la posta! ¡Vengan que acá está la racionalidad!”. Y eso no le interesa a nadie: ¿quién quiere ser evangelizado, por la ciencia o por cualquier cosa? Entonces no es una buena estrategia y no pretendo convertir a nadie. De hecho, no me interesa la pregunta por si dios existe, porque no es una pregunta científica. Me interesa la pregunta por el concepto de dios, o de la creencia en lo sobrenatural como un fenómeno generado por el cerebro. Y la verdad es que las respuestas han sido muy buenas: religiosos, miembros de la Academia Pontificia de Ciencias, que se han sentido bien leyéndola y tratando de entender qué les pasa a ellos mismos. Del otro lado también ha caído bien, como una mirada racional sobre la religión, y hubo algunas críticas en el sentido de que quizás fue demasiado tibia. Pero es lo que yo quería, así que salió razonablemente bien.
¿El hecho de creer es una tendencia natural en el ser humano?
La hipótesis es que sí, y es una hipótesis cuantitativa. Cuando uno ve que el 90 % de la población es creyente, uno puede decir que es un fenómeno cultural. Pero es un número muy alto. Y biológicamente, uno debería sospechar de que algo esté tan desparramado histórica y geográficamente, y sea solamente cultural. Entonces yo planteo la hipótesis de que venimos de fábrica con la propensión a la creencia sobrenatural. Nuestro cerebro ya viene preparado para adoptar explicaciones sobrenaturales sobre ciertos fenómenos que no podemos comprender o que no son evidentes. Otro fenómeno es la religión, que es el aprovechamiento cultural de esa propensión natural a la creencia. La religión no es biológica: es puramente cultural. Que vos profeses una u otra religión depende de dónde naciste, de tu familia. Pero se monta sobre esa capacidad innata para creer. La paradoja acá es qué pasa con los que no creen. Y la hipótesis sería que los ateos son “mutantes”: tienen que aprender a no creer, a pasar por encima de ese cableado interno que les dice “crean”.