En 1932, el poeta construyó una escultura de papel maché y la paseó por Buenos Aires en una carroza fúnebre para promocionar uno de sus libros. La estrategia, atípica en la época, causó sensación entre el público, pero no fue bien recibida por otros escritores. A Oliverio, siempre lúdico, poco le importó. En esta nota, todos los detalles de esta apuesta extraliteraria del escritor.

Hace más de 80 años el poeta Oliverio Girondo inauguró el marketing literario local con un muñeco de papel maché de casi tres metros de altura que paseó por las calles de Buenos Aires para dar a conocer uno de sus poemarios. El muñeco, al que llamó Espantapájaros como la obra que promocionaba, no era un típico monigote que ahuyentaba a las aves, sino que vestido de traje, galera, guantes blancos y monóculos era la viva imagen de un académico. Un juego propio de Girondo, que una década antes ya había anunciado: "Es necesario declararle la guerra a la levita”, como recuerda Enrique Molina en el prólogo a sus obras completas. También en Membretes  —poemas de un solo verso que publicó en la revista Martín Fierro — había dicho "Un libro debe construirse como un reloj, y venderse como un salchichón". Y así lo hizo. 

“El muñeco lo armó Oliverio con sus propias manos, le llevó mucho tiempo. Cuando estuvo listo hubo una controversia con algunos escritores amigos suyos —entre ellos Borges— porque Oliverio decidió sacar el muñeco a la calle para vender el libro. Eso no era muy bien visto por los otros que eran más tradicionales”, explica Susana Lange, sobrina de la pareja conformada por Girondo y la escritora Norah Lange. El escritor hizo oídos sordos a los planteos de sus amigos y puso en marcha su plan. Así fue que durante 15 días el gigantesco muñeco recorrió las calles de Buenos Aires arriba de una carroza fúnebre tirada por seis caballos. La expedición estuvo guiada por dos lacayos con librea  —un uniforme con levita, chaleco y pantalón— y se completó con un grupos de mujeres jóvenes que vendían  Espantapájaros en un local de la calle Florida. El operativo girondiano fue un éxito, en un mes se vendieron 5000 ejemplares de su poemario. La indignación entre muchos de los escritores de la época no tardó en llegar, pero a Girondo, siempre lúdico, poco le importó. 

“Oliverio tenía previsto quemar el muñeco a la vista de todos, en el patio de la Sociedad Argentina de Escritores, pero mi tía Norah no lo dejó y lo llevó a la casa de Suipacha”, revela la sobrina del matrimonio Girondo-Lange, haciendo referencia al caserón que la pareja compartía en la calle Suipacha 1444. En su nuevo hogar, el enorme señor de levita y monóculos recibía visitas desde un pedestal. “El espantapájaros era lo primero que veías cuando entrabas a la casa. Había una escalinata y más arriba estaba el muñeco, con un cuervo”, describe Lange.

“A Norah le gustaba el espantapájaros y lo tuvo ahí hasta que falleció Oliverio y ella se mudó —sigue Lange—.  Después, cuando murió Norah, sus hermanas se lo regalaron al escritor Enrique Molina, que era amigo de Oliverio”. Con nuevo dueño, el espantapájaros-académico pasó a ocupar un rincón en el comedor de la casa de Molina. “Pero la esposa de Enrique odiaba al muñeco —dice divertida Susana Lange—, así que cuando se separaron, Molina se fue a otra casa e inmediatamente la señora llamó al Museo de la Ciudad para donar el muñeco”. Allí se conserva desde entonces.

C_Oliverio